El Heredero de la Atlántida
PRÓLOGO
-Acércate joven aprendiz - susurró el moribundo anciano al adolescente de rostro moreno. - Es importante que desarrolles el conocimiento que has ido adquiriendo durante estos años, y que te asegures de que pase de padres a hijos. Se justo, magnánimo con el débil y duro con el tirano. Trabaja para que tus hijos hereden un mundo mejor del que encontraste, y no expolies las riquezas del presente sin pensar en el mañana y en los que entonces moren en este valle. Sólo así tu pueblo estará salvado de los designios del tiempo, y quizás alcance la gloria de lo que antaño fue mi patria. Confía y desarrolla la ciencia y el amor por el trabajo, pero recuerda, ¡nunca!, ¡nunca! deshonres a los dioses, pues lo que hoy reluce dorado bajo el sol, mañana será pasto de las alimañas y presa del olvido.
-Maestro, todo lo he aprendido de ti, y a ti debo mis conocimientos, mis valores y la esencia de mi ser.- contestó el joven angustiado por la agonía en la que se debatía el que había sido su mentor. -Nunca te defraudaremos, lucharemos bajo el dios que nos alumbra para alcanzar la gloria.
-Bien, joven aprendiz, parece que no me equivoqué al elegirte como luz de tu pueblo, de nuestro pueblo- farfulló el anciano mientras tosía y respiraba de forma entrecortada. - Tu misión es extender los dominios de los dioses por toda la tierra, sólo en su nombre podrás obtener la gloria. Sé humilde y cumplidor, evita la soberbia y serás recompensado. Nunca cometas nuestros errores, los errores que aquí me trajeron. ¡Nunca!, ¡Nunca!, ¡Nun...!-
En ese momento, el moribundo anciano volvió los ojos hacia el techo de la estancia donde ambos se encontraban y espiró.
-¡Maestro!, Maestro!- exclamó el joven entre lágrimas.- jamás te defraudaré...
***
Capítulo 1
Edyalistón corría sin
cesar tras su hermano Poseideo; juntos jugaban mientras se movían
por las serpenteantes callejuelas de la ciudad imperial de Océano,
la capital de la Atlántida. Como cada mañana, después de su diaria
estancia en la academia de ciencias astronómicas, se dirigían a
casa a través de la Vía del Hipódromo, situada en el segundo
anillo. Los anillos eran una superposición de islas en forma
circular situadas unas dentro de otras, cada una más pequeña que la
anterior y comunicadas al este con el mar abierto mediante el Gran
Canal Imperial.
Por el estrecho espacio
marítimo existente entre las diferentes islas navegaban pequeñas
embarcaciones, y en el centro de todas ellas se hallaba la Ciudadela
de Poseidón, cuyas monumentales estructuras de mármol estaban
rodeadas por fuertes muros de hierro en su parte más externa,
casiterita, que se trataba de un tipo de estaño, en su parte media,
y por último en la parte más interna, fulgurante oricalco, el
preciado metal de la Atlántida.
-Si no nos damos prisa llegaremos tarde a comer, y mamá nos regañará- advirtió Edyalistón a su hermano Poseideo.- Edyalistón rondaba las catorce primaveras, mientras que Poseideo tan sólo tenía diez. El joven compartía con su hermano menor los rasgos típicos atlantianos, muy comunes entre la población. Ambos eran de constitución delgada pero atlética, de tez morena cobriza, ojos almendrados grandes y grises, labios finos y larga cabellera entre rubia y castaña clara. El pelo les quedaba recogido con una especie de cintillo similar al que usaban los deportistas que iban al gimnasio.
–¡Ya voy, ya voy!- Gritó Poseideo, -si corro demasiado me dará dolor de flato. -
–¡No seas quejica!-, le reprochó Edyalistón.
-Si no nos damos prisa llegaremos tarde a comer, y mamá nos regañará- advirtió Edyalistón a su hermano Poseideo.- Edyalistón rondaba las catorce primaveras, mientras que Poseideo tan sólo tenía diez. El joven compartía con su hermano menor los rasgos típicos atlantianos, muy comunes entre la población. Ambos eran de constitución delgada pero atlética, de tez morena cobriza, ojos almendrados grandes y grises, labios finos y larga cabellera entre rubia y castaña clara. El pelo les quedaba recogido con una especie de cintillo similar al que usaban los deportistas que iban al gimnasio.
–¡Ya voy, ya voy!- Gritó Poseideo, -si corro demasiado me dará dolor de flato. -
–¡No seas quejica!-, le reprochó Edyalistón.
Una vez atravesaron la Vía
del Hipódromo, cruzaron un gran puente de mármol para pasar del
segundo anillo al tercero, que era en verdad una ancha franja de
tierra entre el tercer canal y el mar abierto. Cuanto más se
alejaban de la Isla de Poseidón y de los primeros círculos
situados inmediatamente a continuación de ésta, mayores eran los contrastes de nivel y calidad de vida, que iba en detrimento. Esta franja popularmente conocida
como el “tercer anillo”, a pesar de no contar con dicha forma,
era la parte más exterior y ancha de la ciudad, y no gozaba de la
protección natural de los otros distritos, ya que se hallaba en contacto
directo con el océano, y por lo tanto expuesto a las inclemencias
del todopoderoso Atlántico, así como de los enemigos que con
frecuencia soñaban con expoliar los tesoros y riquezas atlantes. No
obstante, esta gran barrera se hallaba a mayor altura que los anillos
y formaba una muralla natural, rocosa y elevada, que en cierto modo
les salvaguardaba. En esta zona vivían principalmente hoplitas
encargados de velar por la seguridad de la ciudad, así como los
pescadores, y los encargados de los astilleros y demás talleres. Era
éste así, un barrio mayoritariamente obrero, industrial y militar.
Pese a que Edyalistón y
Poseideo vivían en este último distrito, pertenecían a una familia
acomodada, pues eran hijos de Nakarón, capitán de la guardia urbana
de Océano, y disponían de una pequeña villa a la orillas del
acantilado que marcaba el límite natural de la ciudad.
La casa de la familia de
Edyalistón poseía un jardín lleno de naranjos y un pequeño patio
rodeado de columnas dóricas. Todo estaba decorado con motivos
marinos y tenían en el centro del patio una pequeña fuente con una
estatuilla del dios Poseidón, benefactor de la Atlántida.
Cuando entraron por la
puerta, Ashmarafonte, su madre, los recibió con varios utensilios de
cocina en la mano. Se trataba de una mujer bella de grandes ojos
azules y pómulos sonrosados. Por alguna extraña razón, el pelo de
los atlantes se tornaba blanco como la nieve en muy pocos años, por
lo que aun siendo joven era normal tener la cabeza completamente
cana. Esto, lejos de ser un síntoma de envejecimiento, era
totalmente natural. Por supuesto Ashmarafonte no era una excepción.
Su larga cabellera blanca y ensortijada era como un torbellino de
nieve.
-Espero que hayáis
aprendido algo de provecho hoy en la academia de las ciencias.- dijo
sonriente. –Lavaos en el pilón y sentaos a la mesa, hoy he
comprado salmón dorado en el mercado. Se trata de un manjar de reyes
así que más os vale no dejar ni las raspas.-
Cuando Ashmarafonte se
proponía algo lo llevaba a rajatabla. Era una mujer trabajadora, que
ayudaba a su criada en el huerto familiar. Allí sembraban calabazas,
zanahorias, cebollas y por último patatas, un extraño fruto traído
de una tierra lejana en el occidente, más allá de los dominios del
todopoderoso Poseidón.
La Atlántida tenía un
clima subtropical oceánico, por lo que a pesar de las frecuentes
lluvias, las temperaturas eran muy agradables aunque había mucha
humedad. Esto favorecía el desarrollo de todo tipo de cultivos, por
lo que la agricultura y la ganadería estaban fuertemente extendidas
por toda la isla, y también en la ciudad de Océano.
Cuando terminaron de
comer, los dos chicos dieron las gracias a su madre, demostrando así
la exquisita educación y agradecimiento que caracterizaba a este
pueblo. Poco después decidieron acercarse a la playa a nadar, habían
quedado con su amigo Nesselhamen para escabullirse sin que sus padres
se enterasen. Por supuesto no dijeron nada a su madre, que temerosa
de la bravura del mar como resultado de la ira de Poseidón debido al
incipiente ateísmo del continente, jamás hubiese consentido que los
chicos nadaran fuera de los canales interiores de la ciudad.
-Iremos a casa de
Nesselhamen- dijo Edyalistón - estaremos aquí al anochecer.
-Pasadlo bien – les
dijo su madre.
La costa de la franja
exterior de Océano estaba formada casi en su totalidad por grandes
acantilados de roca escarpada de gran altitud que constituían una
muralla natural para toda la ciudad, excavada por Poseidón, por lo
que acceder a las pequeñas playas exteriores situadas en calas entre
las grandes moles de piedra no era tarea fácil. Había un pequeño
atajo conocido como el Paso de la Muerte, que no era más que un
estrecho túnel que comunicaba el primer canal situado entre el
segundo y “tercer anillo” con el mar abierto. Sólo era accesible
cuando bajaba la marea, ya que de otro modo quedaba totalmente
sumergido. Este túnel, antaño paso de contrabandistas y enemigos,
había quedado abandonado desde que el nivel del mar subiera en los
últimos años, condicionando su uso a la bajada de las mareas y
convirtiéndolo en un angosto y mortífero paso en el que gran
cantidad de comerciantes evasores de impuestos habían muerto
ahogados tras verse sorprendidos por la repentina subida de las
aguas. Durante las últimas décadas, el aumento del nivel del mar
estaba siendo dramático; algunas personas mayores lo achacaban a la
falta de ofrendas a Poseidón, otros decían que se debía a que el
clima no era igual que en su niñez, y a que cada vez hacía más
calor y llovía con más intensidad. Este túnel era un gran ejemplo;
el padre de Edyalistón y Poseideo lo patrulló en numerosas
ocasiones durante su juventud en embarcaciones medianas a diferentes
horas del día, mientras que ahora sólo era accesible dos veces al
día y aún así, los imprudentes que osaban aventurarse en esta
trampa mortal casi rozaban las húmedas y oscuras bóvedas de roca
con sus cabezas.
Por desgracia, era
prácticamente su única forma de salir del perímetro de Océano
hacia la costa, ya que la entrada del Gran Canal estaba salvaguardada
por el ejército, y más concretamente por su padre, que nunca
dejaría que unos jovenzuelos se hiciesen a la peligrosa mar.
Los dos chicos se juntaron
con Nesselhamen en la taberna de pescadores y militares donde
trabajaba el padre de éste; allí “tomaron prestado” un pequeño
bote de remos de uno de los operarios del primer canal y se
dirigieron a la oscura boca que les conduciría a la inmensidad
atlántica que les rodeaba.
-Como se enteren nuestros
padres nos harán hacer penitencia en el templo de Poseidón,
ayudando a los sacerdotes en sus cultos rutinarios, o peor aún, nos
pondrán a limpiar las lanzas y espadas de los soldados.- dijo
Poseideo con gesto de preocupación.
-¡Alguien tiene miedo
por aquí! - Rió Nesselhamen mientras remaba junto a Edyalistón.
-Si tienes miedo aún
estás a tiempo de quedarte en tierra - dijo este último. –Bueno,
tendrías que nadar por el canal hasta la taberna y no creo que te
gustara que un tiburón martillo te mordiese el culo- bromeó. –Sabes
que las aguas del primer canal son profundas y están llenas de todo
tipo de criaturas que buscan la protección de la roca frente a las
imbatibles olas del exterior, si quieres nadar dentro de Océano será
mejor que te vayas al canal central de la Ciudadela.
-Sabes que ese canal es
sagrado, sólo los sacerdotes pueden bañarse en él.- musitó
Poseideo.- si los sacerdotes del templo me ven, me molerán a palos.
-Bueno, pues puedes ir al
cuarto canal, allí hay pequeñas piscinas donde practican los niños
pequeños que aprenden a nadar.
-Yo no soy ningún niño
pequeño, y nado perfectamente. Te recuerdo que aguanto casi tanto
como tú bajo el agua –gruño Poseideo.
-¡En ese caso, tal vez
algún día te salgan branquias, sirenita! –Rió Nesselhamen.
Ambos amigos rieron sin
parar mientras Poseideo los miraba con cara de pocos amigos.
Cuando dirigieron la proa
del cochambroso bote hacia el túnel que les llevaría de camino
hacia el otro lado, Poseideo experimentó un escalofrío que le
recorrió toda la espalda. Sabían que no debían demorarse dentro
del infernal túnel, si la marea empezaba a subir mientras estaban en
el interior, el agua los aplastaría contra el techo de la caverna,
hasta que todo el camino quedase sumergido.
A medida que atravesaban
el Paso de la Muerte el rugido de las olas, inexistente en las
calmadas aguas de los canales interiores, se hacía más y más
fuerte. Se guiaban con una pequeña antorcha untada en aceite de
ballena a través de las negras aguas del angosto túnel, los pocos
murciélagos que allí había chillaban y les helaban la sangre.
Finalmente, después de un agitado viaje sorteando los muros
interiores de piedra y las rocas, la boca del infierno los vomitó al
abismo, y aparecieron al otro lado del último círculo. Allí, se
encontraban fuera de la protección del ancho muro natural de Océano,
se hallaban en los dominios del dios de dioses, allí sus vidas no
valían nada.
Los tres chicos remaron
hacia estribor durante media hora aproximadamente, hasta que llegaron
a lo que ellos bautizaron como la Cala del Bogavante, debido a la
gran cantidad de crustáceos de este tipo que abundaba por la zona.
Vararon en aquella pequeña cala rocosa al amparo del fuerte
acantilado, que con forma de visera, impedía que los soldados que
patrullaban por la parte superior de éste los divisaran. Desde abajo
podían vislumbrarse las grandes estatuas de guerreros de madera y
piedra construidas en el borde del acantilado amurallado, su función
era intimidar a los enemigos, aunque la leyenda decía que eran los
cíclopes y titanes que habían ayudado a Poseidón a esculpir los
canales de la ciudad, y que habían sido petrificados como castigo
por desafiar a los dioses.
Amarraron el bote con una
soga a un tronco de palmera que se inclinaba sobre las espumosas
aguas turquesas, se quitaron la larga túnica de lino y el taparrabo,
y se lanzaron al agua. Allí jugaron, chapotearon y se sumergieron en
busca de perlas.
-¡Veamos si encontramos
alguna perla grande y brillante que podamos vender en la casa de
orfebrería! – exclamó Nesselhamen a sus amigos. En efecto, las
ostras abundaban a lo largo de toda la costa de Océano, y con sus
perlas se hacían lujosas joyas como collares y pulseras.
Aunque las aguas del
Océano Atlántico eran por lo general frías, en el continente
atlante éstas tenían una temperatura bastante elevada, en parte por
las corrientes marinas de aguas cálidas impulsadas por la Corriente
del Golfo, así como por la presencia de innumerables volcanes,
muchos de ellos submarinos.
Los chicos estuvieron
nadando durante un buen rato en las transparentes y azules aguas, y
aunque no encontraron ninguna perla en las pocas ostras que
capturaron, se sentaron al sol y dieron cuenta de la rica carne de
éstas.
Tras comer, los chicos se
secaron y se vistieron; se disponían a visitar una pequeña cueva
situada en la pared del acantilado. Allí, los tres solían guardar
lo que ellos denominaban “sus tesoros”, que no eran más que una
serie de pinturas en la pared y un pequeño baúl con cosas que los
blasfemos soldados lanzaban al sagrado océano desde lo alto del
círculo exterior. Dentro del cofre había una empuñadura de espada
hecha de acero a la que le faltaba la hoja, un yelmo oxidado y
corroído por la sal del mar que había perdido todas sus plumas
azules, y un peto de cuero ennegrecido y con restos de algas
adheridas.
-¡Soy el capitán
Edyalistón, hijo de Nakarón! –gruñó el joven disfrazado de
soldado con aquel uniforme carcomido y harapiento.
-Sí, serás el hijo del
capitán, pero tienes tanta pinta de soldado como yo de marinero. –
se burló Nesselhamen.
-¡Algún día seré
capitán de la guardia atlante y entonces ordenaré una expedición
para conquistar lugares lejanos mientras vosotros fregáis la
cubierta de mi nave! - Espetó Edyalistón.
-Sí, ya lo creo, pero
hasta entonces más nos vale ser discretos –dijo Nasselhamen- si
nuestros padres nos descubren abandonando sin permiso el perímetro
de la ciudad, estaremos limpiando tanto tiempo los escalones del
templo de Poseidón, que acabaremos caminando a cuatro patas.
-¡Yo no quiero limpiar
nada!- dijo Poseideo; -no me gusta esta cueva, parece que se vaya a
caer de un momento a otro. Seguro que es muy peligrosa.
-¡Miedica! – exclamó
Edyalistón – Si tenías tanto miedo ¿por qué has venido con
nosotros?
-Te recuerdo que yo
también ayudé a conseguir este tesoro, ¡también tengo derecho a
venir aquí! -gritó Poseideo.- ¡Esta cueva también es mía!
-¡Basta, basta! –
espetó Nasselhamen.- Será mejor que nos vayamos, está oscureciendo
y la marea está subiendo mucho. Si no nos damos prisa, ya no
podremos atravesar el Paso de la Muerte hasta mañana. Y no quiero
pasar la noche con el agua al cuello cuando esto se inunde.-
Los chicos habían perdido
tanto tiempo jugando y discutiendo que no se dieron cuenta de que el
agua en el interior de la cueva ya les llegaba por las rodillas.
Cuando salieron al exterior, la playa había desaparecido bajo las
olas cada vez más crecientes.
Desataron el bote del
tronco de la palmera, ahora sumergida más de un metro en el agua, y
se dirigieron bordeando la escarpada costa hasta el Paso de la
Muerte. Sin embargo, para su horror, este había desaparecido casi en
su totalidad bajo el furor de las olas. No había escapatoria; si
querían volver a entrar en Océano deberían esperar a que bajara la
marea durante la madrugada, y con la bravura del mar esa opción se
presentaba poco probable. Además sus padres se darían cuenta de su
ausencia y saldrían a buscarlos.
Tampoco podían entrar por
el Gran Canal, pues se hallaba a varios estadios de distancia, y los
soldados descubrirían su treta, con la considerable bronca que ello
conllevaría.
-¡Todo esto es culpa
tuya! – gritó Poseideo a su hermano Edyalistón. –Si no te
hubieras demorado tanto en esa cueva ya estaríamos en casa.
-¡Cállate renacuajo!
–dijo Edyalistón- ¡No volverás a venir con nosotros nunca más
si no cierras ese pico de loro parlanchín que tienes!
A medida que pasaba el
tiempo las olas eran más y más grandes; el bote zozobraba sin
control, y los tres chicos estaban muy asustados. El azul turquesa
del océano se había transformado en un color verde botella oscuro.
Su mayor miedo consistía en que las olas los aplastaran contra las
paredes acantiladas del último círculo. Cuando la noche llegó, la
penumbra impedía que los chicos pudieran verse ni tan siquiera las
manos.
-¡Este es el fin! –
lloró Poseideo.
-Tranquilízate hermano –
le espetó Edyalistón – hemos estado en peores apuros, además
Poseidón se apiadará de la vida de tres pobres chicos.- Mientras
tanto, Nesselhamen trataba en vano de reconducir el bote para no
chocar contra las rocas.
La oscuridad era total,
las tenues luces de las antorchas situadas en lo alto del muro sólo
bastaban para percibir el color blanco de la espuma del mar.
-¡Vamos a morir! –
gritó Poseideo a la vez que una gran ola impactaba contra el costado
del bote y lo inundaba de agua. –Morir ahogado y a la vez estar tan
cerca de la costa resulta paradójico. Es el castigo por desobedecer
a nuestros padres.-
-¡Cállate! ¡Aquí
nadie va a morir! No seas pesimista y ayúdame a achicar agua del
bote si no quieres llegar nadando a casa –le ordenó Edyalistón.
La situación era bastante
desesperada, su única esperanza era resistir el temporal y esperar a
que bajase la marea para volver a hurtadillas por el Paso de la
Muerte. Esta vez todo parecía indicar que la suerte estaba de su
parte, pues la marejada estaba remitiendo y aunque ya era de
madrugada la boca de los infiernos que les llevaría de nuevo a casa
se estaba abriendo paso sobre las aguas. Como pudieron, dirigieron la
proa de su pequeña embarcación, que milagrosamente había
sobrevivido al estruendo de las olas, hacia la negra boca que les
devolvería a la paz y a la serenidad del primer canal. Entraron por
el oscuro túnel mientras adivinaban el modo en que pasarían de la
sartén al fuego, pues sus padres estarían muy preocupados y
enfadados, por lo que les caería una buena regañina cuando llegaran
a casa.
Ya en la tranquilidad del
primer canal, se dirigieron al muelle de la taberna donde dejaron la
maltrecha barca, y pisaron tierra aliviados. A fin de cuentas se
sentían orgullosos, ellos mismos se habían metido en aquel lío y
ellos solos habían salido. Se despidieron de Nasselhamen y se
dirigieron a casa.
A penas habían cruzado la
puerta de su propiedad cuando su madre les sorprendió con gesto
enfurecido. -¿Se puede saber dónde estábais? ¡Por todos los
dioses que pensé que os había ocurrido algo! – gritó
Ashmarafonte.- Vuestro padre os está buscando por toda la ciudad y
debe estar volviéndose loco. No tenéis vergüenza ni consideración,
no sabéis lo preocupada que estaba. ¡Dios, estáis empapados! -
-Estábamos en casa de
Nasselhamen, y luego… -enmudeció Edyalistón.
-¿Y luego? ¡Ya es de
madrugada! – espetó Ashmarafonte.
En ese momento a Poseideo
se le cayó una concha de Ostra que había cogido en la playa por su
brillante color.
-¿Y esa concha?
-preguntó su madre.
-Esa concha… verás, la
cogimos en el canal de la exterior.
-¿Sí? No sabía que
tuvieseis branquias –dijo su madre enfurecida –ese canal es tan
profundo que ni el más experto de los buzos puede bajar hasta ahí a
pleno pulmón sin escafandra, y desde luego ese no es nuestro caso.
Además estáis empapados, y que yo sepa no ha llovido. ¡Tenéis
hasta restos de algas en el pelo! Decidme la verdad o se de dos que
van a fregar escalinatas durante todo un mes.
-Fuimos un ratito a la
playa exterior, pero no nos pasó nada mamá, ¡te lo juro! –confesó
Poseideo.
-¡Chivato! –gritó
Edyalistón.
-¡¿Con qué en la playa
eh?! –gruñó Ashmarafonte. -¿Es qué no sabéis lo peligroso que
es salir al mar hoy en día? Ya no es como antes cuando los dioses
estaban aplacados, ahora el mar no es un sitio seguro. ¡Sólo los
más expertos y preparados pueden salir! ¡Jovencitos, os habéis
metido en un buen lío!
Como era de esperar, al
día siguiente tanto Edyalistón y Poseideo como Nasselhamen se
encontraban limpiando las enormes escalinatas de la ciudadela.
Dicha estructura componía
la mayor parte de la isla de Poseidón, y rodeaba al templo del dios
del mar como si de una enorme fortaleza se tratase. Su muro exterior
de hierro le confería el aspecto de una fortaleza sobria pero elegante, mientras que el interior estaba hecho de brillante oricalco, un tipo
de cobre de color rojo intenso que sólo se encontraba en la
Atlántida y que poseía un valor incalculable, especialmente en el campo religioso y militar, toda vez que siendo un metal tan resistente, se usaba para forrar las armaduras reales y los grandes barcos de combate. Todo el complejo
estaba custodiado por la guardia hoplita que se paseaba continuamente
entre las fuentes y los jardines del recinto así como sobre los
muros.
Tanto al joven Edyalistón
como a Nasselhamen les habían realizado la circuncisión el día en
que cumplieron los catorce años, por lo que ya eran considerados
hombres y por lo tanto, les estaba permitido el acceso a determinadas
áreas del templo, vetadas tanto a las mujeres como a los niños. De
este modo, Edyalistón y Nasselhamen se encargaron de ayudar a los
sacerdotes del dios del mar en sus rutinas diarias en el interior del
templo, mientras Poseideo, menor de edad y por lo tanto incircunciso,
se encargaba de las partes exteriores.
En el continente atlante la circuncisión era practicada casi al cien por cien de los hombres.
A los hijos de personas pertenecientes a la clase social media y
alta se les practicaba el día en que cumplían su catorce
cumpleaños por un médico, en compañía de un sacerdote del templo.
Para aquellos pertenecientes a una clase social baja y que por lo
tanto no tenían estudios, la circuncisión les era practicada a los
dieciocho, cuando ingresaban en el ejército, y sin la compañía de
ningún hombre santo. Era ésta así una costumbre de épocas
remotas y que denotaba prestigio social y cultura.
Una vez que los dos chicos
llegaron, comenzaron a limpiar las estancias privadas de los
sacerdotes y les ayudaron a preparar un sacrificio, consistente en
una oveja y varias cestas de frutas que serían ofrecidas al dios.
Mientras tanto, Poseideo en el exterior terminaba con la parte
central de la escalinata.
Cuando acabó la mañana,
las partes del templo que habían limpiado estaban como los chorros
del oro, y los tres chicos habían recibido su castigo.
-¡Menudo día! Por si no
hubiera sido suficiente pasar toda la noche empapados y dando tumbos
en un bote, ahora esto... -dijo Edyalistón en tono irritado.
-¡Cállate hermano!
-gritó Poseideo enojado-. Todo esto es culpa tuya, vuestra, y ahora
hemos pagado el castigo por desobedecer.
-¡Poseideo! -exclamó
Edyalistón- ¡tú también estabas allí, tú también viniste, así
que cierra la boca y recoge las cosas, nos vamos a casa que es la
hora de comer!
Cuando llegaba el
mediodía, la ciudad fulguraba de vida y luz. Los rayos de sol se
reflejaban en los caminos y estatuas de mármol, los verdes tejados
de las casas resplandecían y la multitud se apiñaba entornos a los
canales, las principales plazas y el gran ágora central; núcleo
neurálgico de toda la actividad económica y empresarial de la
ciudad.
El Heredero de la Atlántida by Juan Luis López Adeguero is licensed under a Creative Commons Reconocimiento-SinObraDerivada 3.0 Unported License.