jueves, 10 de mayo de 2012

El Heredero de la Atlántida


                                                 El Heredero de la Atlántida


                                                                    PRÓLOGO



-Acércate joven aprendiz - susurró el moribundo anciano al adolescente de rostro moreno. - Es importante que desarrolles el conocimiento que has ido adquiriendo durante estos años, y que te asegures de que pase de padres a hijos. Se justo, magnánimo con el débil y duro con el tirano. Trabaja para que tus hijos hereden un mundo mejor del que encontraste, y no expolies las riquezas del presente sin pensar en el mañana y en los que entonces moren en este valle. Sólo así tu pueblo estará salvado de los designios del tiempo, y quizás alcance la gloria de lo que antaño fue mi patria. Confía y desarrolla la ciencia y el amor por el trabajo, pero recuerda, ¡nunca!, ¡nunca! deshonres a los dioses, pues lo que hoy reluce dorado bajo el sol, mañana será pasto de las alimañas y presa del olvido.
-Maestro, todo lo he aprendido de ti, y a ti debo mis conocimientos, mis valores y la esencia de mi ser.- contestó el joven angustiado por la agonía en la que se debatía el que había sido su mentor. -Nunca te defraudaremos, lucharemos bajo el dios que nos alumbra para alcanzar la gloria.
-Bien, joven aprendiz, parece que no me equivoqué al elegirte como luz de tu pueblo, de nuestro pueblo- farfulló el anciano mientras tosía y respiraba de forma entrecortada. - Tu misión es extender los dominios de los dioses por toda la tierra, sólo en su nombre podrás obtener la gloria. Sé humilde y cumplidor, evita la soberbia y serás recompensado. Nunca cometas nuestros errores, los errores que aquí me trajeron. ¡Nunca!, ¡Nunca!, ¡Nun...!-
En ese momento, el moribundo anciano volvió los ojos hacia el techo de la estancia donde ambos se encontraban y espiró.
-¡Maestro!, Maestro!- exclamó el joven entre lágrimas.- jamás te defraudaré...
                                                                     ***


                                                               Capítulo 1


Edyalistón corría sin cesar tras su hermano Poseideo; juntos jugaban mientras se movían por las serpenteantes callejuelas de la ciudad imperial de Océano, la capital de la Atlántida. Como cada mañana, después de su diaria estancia en la academia de ciencias astronómicas, se dirigían a casa a través de la Vía del Hipódromo, situada en el segundo anillo. Los anillos eran una superposición de islas en forma circular situadas unas dentro de otras, cada una más pequeña que la anterior y comunicadas al este con el mar abierto mediante el Gran Canal Imperial.
Por el estrecho espacio marítimo existente entre las diferentes islas navegaban pequeñas embarcaciones, y en el centro de todas ellas se hallaba la Ciudadela de Poseidón, cuyas monumentales estructuras de mármol estaban rodeadas por fuertes muros de hierro en su parte más externa, casiterita, que se trataba de un tipo de estaño, en su parte media, y por último en la parte más interna, fulgurante oricalco, el preciado metal de la Atlántida.
-Si no nos damos prisa llegaremos tarde a comer, y mamá nos regañará- advirtió Edyalistón a su hermano Poseideo.- Edyalistón rondaba las catorce primaveras, mientras que Poseideo tan sólo tenía diez. El joven compartía con su hermano menor los rasgos típicos atlantianos, muy comunes entre la población. Ambos eran de constitución delgada pero atlética, de tez morena cobriza, ojos almendrados grandes y grises, labios finos y larga cabellera entre rubia y castaña clara. El pelo les quedaba recogido con una especie de cintillo similar al que usaban los deportistas que iban al gimnasio.
–¡Ya voy, ya voy!- Gritó Poseideo, -si corro demasiado me dará dolor de flato. -
–¡No seas quejica!-, le reprochó Edyalistón.
Una vez atravesaron la Vía del Hipódromo, cruzaron un gran puente de mármol para pasar del segundo anillo al tercero, que era en verdad una ancha franja de tierra entre el tercer canal y el mar abierto. Cuanto más se alejaban de la Isla de Poseidón y de los primeros círculos situados inmediatamente a continuación de ésta, mayores eran los contrastes de nivel y calidad de vida, que iba en detrimento. Esta franja popularmente conocida como el “tercer anillo”, a pesar de no contar con dicha forma, era la parte más exterior y ancha de la ciudad, y no gozaba de la protección natural de los otros distritos, ya que se hallaba en contacto directo con el océano, y por lo tanto expuesto a las inclemencias del todopoderoso Atlántico, así como de los enemigos que con frecuencia soñaban con expoliar los tesoros y riquezas atlantes. No obstante, esta gran barrera se hallaba a mayor altura que los anillos y formaba una muralla natural, rocosa y elevada, que en cierto modo les salvaguardaba. En esta zona vivían principalmente hoplitas encargados de velar por la seguridad de la ciudad, así como los pescadores, y los encargados de los astilleros y demás talleres. Era éste así, un barrio mayoritariamente obrero, industrial y militar.
Pese a que Edyalistón y Poseideo vivían en este último distrito, pertenecían a una familia acomodada, pues eran hijos de Nakarón, capitán de la guardia urbana de Océano, y disponían de una pequeña villa a la orillas del acantilado que marcaba el límite natural de la ciudad.
La casa de la familia de Edyalistón poseía un jardín lleno de naranjos y un pequeño patio rodeado de columnas dóricas. Todo estaba decorado con motivos marinos y tenían en el centro del patio una pequeña fuente con una estatuilla del dios Poseidón, benefactor de la Atlántida.
Cuando entraron por la puerta, Ashmarafonte, su madre, los recibió con varios utensilios de cocina en la mano. Se trataba de una mujer bella de grandes ojos azules y pómulos sonrosados. Por alguna extraña razón, el pelo de los atlantes se tornaba blanco como la nieve en muy pocos años, por lo que aun siendo joven era normal tener la cabeza completamente cana. Esto, lejos de ser un síntoma de envejecimiento, era totalmente natural. Por supuesto Ashmarafonte no era una excepción. Su larga cabellera blanca y ensortijada era como un torbellino de nieve.
-Espero que hayáis aprendido algo de provecho hoy en la academia de las ciencias.- dijo sonriente. –Lavaos en el pilón y sentaos a la mesa, hoy he comprado salmón dorado en el mercado. Se trata de un manjar de reyes así que más os vale no dejar ni las raspas.-
Cuando Ashmarafonte se proponía algo lo llevaba a rajatabla. Era una mujer trabajadora, que ayudaba a su criada en el huerto familiar. Allí sembraban calabazas, zanahorias, cebollas y por último patatas, un extraño fruto traído de una tierra lejana en el occidente, más allá de los dominios del todopoderoso Poseidón.
La Atlántida tenía un clima subtropical oceánico, por lo que a pesar de las frecuentes lluvias, las temperaturas eran muy agradables aunque había mucha humedad. Esto favorecía el desarrollo de todo tipo de cultivos, por lo que la agricultura y la ganadería estaban fuertemente extendidas por toda la isla, y también en la ciudad de Océano.
Cuando terminaron de comer, los dos chicos dieron las gracias a su madre, demostrando así la exquisita educación y agradecimiento que caracterizaba a este pueblo. Poco después decidieron acercarse a la playa a nadar, habían quedado con su amigo Nesselhamen para escabullirse sin que sus padres se enterasen. Por supuesto no dijeron nada a su madre, que temerosa de la bravura del mar como resultado de la ira de Poseidón debido al incipiente ateísmo del continente, jamás hubiese consentido que los chicos nadaran fuera de los canales interiores de la ciudad.
-Iremos a casa de Nesselhamen- dijo Edyalistón - estaremos aquí al anochecer.
-Pasadlo bien – les dijo su madre.
La costa de la franja exterior de Océano estaba formada casi en su totalidad por grandes acantilados de roca escarpada de gran altitud que constituían una muralla natural para toda la ciudad, excavada por Poseidón, por lo que acceder a las pequeñas playas exteriores situadas en calas entre las grandes moles de piedra no era tarea fácil. Había un pequeño atajo conocido como el Paso de la Muerte, que no era más que un estrecho túnel que comunicaba el primer canal situado entre el segundo y “tercer anillo” con el mar abierto. Sólo era accesible cuando bajaba la marea, ya que de otro modo quedaba totalmente sumergido. Este túnel, antaño paso de contrabandistas y enemigos, había quedado abandonado desde que el nivel del mar subiera en los últimos años, condicionando su uso a la bajada de las mareas y convirtiéndolo en un angosto y mortífero paso en el que gran cantidad de comerciantes evasores de impuestos habían muerto ahogados tras verse sorprendidos por la repentina subida de las aguas. Durante las últimas décadas, el aumento del nivel del mar estaba siendo dramático; algunas personas mayores lo achacaban a la falta de ofrendas a Poseidón, otros decían que se debía a que el clima no era igual que en su niñez, y a que cada vez hacía más calor y llovía con más intensidad. Este túnel era un gran ejemplo; el padre de Edyalistón y Poseideo lo patrulló en numerosas ocasiones durante su juventud en embarcaciones medianas a diferentes horas del día, mientras que ahora sólo era accesible dos veces al día y aún así, los imprudentes que osaban aventurarse en esta trampa mortal casi rozaban las húmedas y oscuras bóvedas de roca con sus cabezas.
Por desgracia, era prácticamente su única forma de salir del perímetro de Océano hacia la costa, ya que la entrada del Gran Canal estaba salvaguardada por el ejército, y más concretamente por su padre, que nunca dejaría que unos jovenzuelos se hiciesen a la peligrosa mar.
Los dos chicos se juntaron con Nesselhamen en la taberna de pescadores y militares donde trabajaba el padre de éste; allí “tomaron prestado” un pequeño bote de remos de uno de los operarios del primer canal y se dirigieron a la oscura boca que les conduciría a la inmensidad atlántica que les rodeaba.
-Como se enteren nuestros padres nos harán hacer penitencia en el templo de Poseidón, ayudando a los sacerdotes en sus cultos rutinarios, o peor aún, nos pondrán a limpiar las lanzas y espadas de los soldados.- dijo Poseideo con gesto de preocupación.
-¡Alguien tiene miedo por aquí! - Rió Nesselhamen mientras remaba junto a Edyalistón.
-Si tienes miedo aún estás a tiempo de quedarte en tierra - dijo este último. –Bueno, tendrías que nadar por el canal hasta la taberna y no creo que te gustara que un tiburón martillo te mordiese el culo- bromeó. –Sabes que las aguas del primer canal son profundas y están llenas de todo tipo de criaturas que buscan la protección de la roca frente a las imbatibles olas del exterior, si quieres nadar dentro de Océano será mejor que te vayas al canal central de la Ciudadela.
-Sabes que ese canal es sagrado, sólo los sacerdotes pueden bañarse en él.- musitó Poseideo.- si los sacerdotes del templo me ven, me molerán a palos.
-Bueno, pues puedes ir al cuarto canal, allí hay pequeñas piscinas donde practican los niños pequeños que aprenden a nadar.
-Yo no soy ningún niño pequeño, y nado perfectamente. Te recuerdo que aguanto casi tanto como tú bajo el agua –gruño Poseideo.
-¡En ese caso, tal vez algún día te salgan branquias, sirenita! –Rió Nesselhamen.
Ambos amigos rieron sin parar mientras Poseideo los miraba con cara de pocos amigos.
Cuando dirigieron la proa del cochambroso bote hacia el túnel que les llevaría de camino hacia el otro lado, Poseideo experimentó un escalofrío que le recorrió toda la espalda. Sabían que no debían demorarse dentro del infernal túnel, si la marea empezaba a subir mientras estaban en el interior, el agua los aplastaría contra el techo de la caverna, hasta que todo el camino quedase sumergido.
A medida que atravesaban el Paso de la Muerte el rugido de las olas, inexistente en las calmadas aguas de los canales interiores, se hacía más y más fuerte. Se guiaban con una pequeña antorcha untada en aceite de ballena a través de las negras aguas del angosto túnel, los pocos murciélagos que allí había chillaban y les helaban la sangre. Finalmente, después de un agitado viaje sorteando los muros interiores de piedra y las rocas, la boca del infierno los vomitó al abismo, y aparecieron al otro lado del último círculo. Allí, se encontraban fuera de la protección del ancho muro natural de Océano, se hallaban en los dominios del dios de dioses, allí sus vidas no valían nada.
Los tres chicos remaron hacia estribor durante media hora aproximadamente, hasta que llegaron a lo que ellos bautizaron como la Cala del Bogavante, debido a la gran cantidad de crustáceos de este tipo que abundaba por la zona. Vararon en aquella pequeña cala rocosa al amparo del fuerte acantilado, que con forma de visera, impedía que los soldados que patrullaban por la parte superior de éste los divisaran. Desde abajo podían vislumbrarse las grandes estatuas de guerreros de madera y piedra construidas en el borde del acantilado amurallado, su función era intimidar a los enemigos, aunque la leyenda decía que eran los cíclopes y titanes que habían ayudado a Poseidón a esculpir los canales de la ciudad, y que habían sido petrificados como castigo por desafiar a los dioses.
Amarraron el bote con una soga a un tronco de palmera que se inclinaba sobre las espumosas aguas turquesas, se quitaron la larga túnica de lino y el taparrabo, y se lanzaron al agua. Allí jugaron, chapotearon y se sumergieron en busca de perlas.
-¡Veamos si encontramos alguna perla grande y brillante que podamos vender en la casa de orfebrería! – exclamó Nesselhamen a sus amigos. En efecto, las ostras abundaban a lo largo de toda la costa de Océano, y con sus perlas se hacían lujosas joyas como collares y pulseras.
Aunque las aguas del Océano Atlántico eran por lo general frías, en el continente atlante éstas tenían una temperatura bastante elevada, en parte por las corrientes marinas de aguas cálidas impulsadas por la Corriente del Golfo, así como por la presencia de innumerables volcanes, muchos de ellos submarinos.
Los chicos estuvieron nadando durante un buen rato en las transparentes y azules aguas, y aunque no encontraron ninguna perla en las pocas ostras que capturaron, se sentaron al sol y dieron cuenta de la rica carne de éstas.
Tras comer, los chicos se secaron y se vistieron; se disponían a visitar una pequeña cueva situada en la pared del acantilado. Allí, los tres solían guardar lo que ellos denominaban “sus tesoros”, que no eran más que una serie de pinturas en la pared y un pequeño baúl con cosas que los blasfemos soldados lanzaban al sagrado océano desde lo alto del círculo exterior. Dentro del cofre había una empuñadura de espada hecha de acero a la que le faltaba la hoja, un yelmo oxidado y corroído por la sal del mar que había perdido todas sus plumas azules, y un peto de cuero ennegrecido y con restos de algas adheridas.
-¡Soy el capitán Edyalistón, hijo de Nakarón! –gruñó el joven disfrazado de soldado con aquel uniforme carcomido y harapiento.
-Sí, serás el hijo del capitán, pero tienes tanta pinta de soldado como yo de marinero. – se burló Nesselhamen.
-¡Algún día seré capitán de la guardia atlante y entonces ordenaré una expedición para conquistar lugares lejanos mientras vosotros fregáis la cubierta de mi nave! - Espetó Edyalistón.
-Sí, ya lo creo, pero hasta entonces más nos vale ser discretos –dijo Nasselhamen- si nuestros padres nos descubren abandonando sin permiso el perímetro de la ciudad, estaremos limpiando tanto tiempo los escalones del templo de Poseidón, que acabaremos caminando a cuatro patas.
-¡Yo no quiero limpiar nada!- dijo Poseideo; -no me gusta esta cueva, parece que se vaya a caer de un momento a otro. Seguro que es muy peligrosa.
-¡Miedica! – exclamó Edyalistón – Si tenías tanto miedo ¿por qué has venido con nosotros?
-Te recuerdo que yo también ayudé a conseguir este tesoro, ¡también tengo derecho a venir aquí! -gritó Poseideo.- ¡Esta cueva también es mía!
-¡Basta, basta! – espetó Nasselhamen.- Será mejor que nos vayamos, está oscureciendo y la marea está subiendo mucho. Si no nos damos prisa, ya no podremos atravesar el Paso de la Muerte hasta mañana. Y no quiero pasar la noche con el agua al cuello cuando esto se inunde.-
Los chicos habían perdido tanto tiempo jugando y discutiendo que no se dieron cuenta de que el agua en el interior de la cueva ya les llegaba por las rodillas. Cuando salieron al exterior, la playa había desaparecido bajo las olas cada vez más crecientes.
Desataron el bote del tronco de la palmera, ahora sumergida más de un metro en el agua, y se dirigieron bordeando la escarpada costa hasta el Paso de la Muerte. Sin embargo, para su horror, este había desaparecido casi en su totalidad bajo el furor de las olas. No había escapatoria; si querían volver a entrar en Océano deberían esperar a que bajara la marea durante la madrugada, y con la bravura del mar esa opción se presentaba poco probable. Además sus padres se darían cuenta de su ausencia y saldrían a buscarlos.
Tampoco podían entrar por el Gran Canal, pues se hallaba a varios estadios de distancia, y los soldados descubrirían su treta, con la considerable bronca que ello conllevaría.
-¡Todo esto es culpa tuya! – gritó Poseideo a su hermano Edyalistón. –Si no te hubieras demorado tanto en esa cueva ya estaríamos en casa.
-¡Cállate renacuajo! –dijo Edyalistón- ¡No volverás a venir con nosotros nunca más si no cierras ese pico de loro parlanchín que tienes!
A medida que pasaba el tiempo las olas eran más y más grandes; el bote zozobraba sin control, y los tres chicos estaban muy asustados. El azul turquesa del océano se había transformado en un color verde botella oscuro. Su mayor miedo consistía en que las olas los aplastaran contra las paredes acantiladas del último círculo. Cuando la noche llegó, la penumbra impedía que los chicos pudieran verse ni tan siquiera las manos.
-¡Este es el fin! – lloró Poseideo.
-Tranquilízate hermano – le espetó Edyalistón – hemos estado en peores apuros, además Poseidón se apiadará de la vida de tres pobres chicos.- Mientras tanto, Nesselhamen trataba en vano de reconducir el bote para no chocar contra las rocas.
La oscuridad era total, las tenues luces de las antorchas situadas en lo alto del muro sólo bastaban para percibir el color blanco de la espuma del mar.
-¡Vamos a morir! – gritó Poseideo a la vez que una gran ola impactaba contra el costado del bote y lo inundaba de agua. –Morir ahogado y a la vez estar tan cerca de la costa resulta paradójico. Es el castigo por desobedecer a nuestros padres.-
-¡Cállate! ¡Aquí nadie va a morir! No seas pesimista y ayúdame a achicar agua del bote si no quieres llegar nadando a casa –le ordenó Edyalistón.
La situación era bastante desesperada, su única esperanza era resistir el temporal y esperar a que bajase la marea para volver a hurtadillas por el Paso de la Muerte. Esta vez todo parecía indicar que la suerte estaba de su parte, pues la marejada estaba remitiendo y aunque ya era de madrugada la boca de los infiernos que les llevaría de nuevo a casa se estaba abriendo paso sobre las aguas. Como pudieron, dirigieron la proa de su pequeña embarcación, que milagrosamente había sobrevivido al estruendo de las olas, hacia la negra boca que les devolvería a la paz y a la serenidad del primer canal. Entraron por el oscuro túnel mientras adivinaban el modo en que pasarían de la sartén al fuego, pues sus padres estarían muy preocupados y enfadados, por lo que les caería una buena regañina cuando llegaran a casa.
Ya en la tranquilidad del primer canal, se dirigieron al muelle de la taberna donde dejaron la maltrecha barca, y pisaron tierra aliviados. A fin de cuentas se sentían orgullosos, ellos mismos se habían metido en aquel lío y ellos solos habían salido. Se despidieron de Nasselhamen y se dirigieron a casa.
A penas habían cruzado la puerta de su propiedad cuando su madre les sorprendió con gesto enfurecido. -¿Se puede saber dónde estábais? ¡Por todos los dioses que pensé que os había ocurrido algo! – gritó Ashmarafonte.- Vuestro padre os está buscando por toda la ciudad y debe estar volviéndose loco. No tenéis vergüenza ni consideración, no sabéis lo preocupada que estaba. ¡Dios, estáis empapados! -
-Estábamos en casa de Nasselhamen, y luego… -enmudeció Edyalistón.
-¿Y luego? ¡Ya es de madrugada! – espetó Ashmarafonte.
En ese momento a Poseideo se le cayó una concha de Ostra que había cogido en la playa por su brillante color.
-¿Y esa concha? -preguntó su madre.
-Esa concha… verás, la cogimos en el canal de la exterior.
-¿Sí? No sabía que tuvieseis branquias –dijo su madre enfurecida –ese canal es tan profundo que ni el más experto de los buzos puede bajar hasta ahí a pleno pulmón sin escafandra, y desde luego ese no es nuestro caso. Además estáis empapados, y que yo sepa no ha llovido. ¡Tenéis hasta restos de algas en el pelo! Decidme la verdad o se de dos que van a fregar escalinatas durante todo un mes.
-Fuimos un ratito a la playa exterior, pero no nos pasó nada mamá, ¡te lo juro! –confesó Poseideo.
-¡Chivato! –gritó Edyalistón.
-¡¿Con qué en la playa eh?! –gruñó Ashmarafonte. -¿Es qué no sabéis lo peligroso que es salir al mar hoy en día? Ya no es como antes cuando los dioses estaban aplacados, ahora el mar no es un sitio seguro. ¡Sólo los más expertos y preparados pueden salir! ¡Jovencitos, os habéis metido en un buen lío!
Como era de esperar, al día siguiente tanto Edyalistón y Poseideo como Nasselhamen se encontraban limpiando las enormes escalinatas de la ciudadela.
Dicha estructura componía la mayor parte de la isla de Poseidón, y rodeaba al templo del dios del mar como si de una enorme fortaleza se tratase. Su muro exterior de hierro le confería el aspecto de una fortaleza sobria pero elegante, mientras que el interior estaba hecho de brillante oricalco, un tipo de cobre de color rojo intenso que sólo se encontraba en la Atlántida y que poseía un valor incalculable, especialmente en el campo religioso y militar, toda vez que siendo un metal tan resistente, se usaba para forrar las armaduras reales y los grandes barcos de combate. Todo el complejo estaba custodiado por la guardia hoplita que se paseaba continuamente entre las fuentes y los jardines del recinto así como sobre los muros.
Tanto al joven Edyalistón como a Nasselhamen les habían realizado la circuncisión el día en que cumplieron los catorce años, por lo que ya eran considerados hombres y por lo tanto, les estaba permitido el acceso a determinadas áreas del templo, vetadas tanto a las mujeres como a los niños. De este modo, Edyalistón y Nasselhamen se encargaron de ayudar a los sacerdotes del dios del mar en sus rutinas diarias en el interior del templo, mientras Poseideo, menor de edad y por lo tanto incircunciso, se encargaba de las partes exteriores.
En el continente atlante la circuncisión era practicada casi al cien por cien de los hombres. A los hijos de personas pertenecientes a la clase social media y alta se les practicaba el día en que cumplían su catorce cumpleaños por un médico, en compañía de un sacerdote del templo. Para aquellos pertenecientes a una clase social baja y que por lo tanto no tenían estudios, la circuncisión les era practicada a los dieciocho, cuando ingresaban en el ejército, y sin la compañía de ningún hombre santo. Era ésta así una costumbre de épocas remotas y que denotaba prestigio social y cultura.
Una vez que los dos chicos llegaron, comenzaron a limpiar las estancias privadas de los sacerdotes y les ayudaron a preparar un sacrificio, consistente en una oveja y varias cestas de frutas que serían ofrecidas al dios. Mientras tanto, Poseideo en el exterior terminaba con la parte central de la escalinata.
Cuando acabó la mañana, las partes del templo que habían limpiado estaban como los chorros del oro, y los tres chicos habían recibido su castigo.
-¡Menudo día! Por si no hubiera sido suficiente pasar toda la noche empapados y dando tumbos en un bote, ahora esto... -dijo Edyalistón en tono irritado.
-¡Cállate hermano! -gritó Poseideo enojado-. Todo esto es culpa tuya, vuestra, y ahora hemos pagado el castigo por desobedecer.
-¡Poseideo! -exclamó Edyalistón- ¡tú también estabas allí, tú también viniste, así que cierra la boca y recoge las cosas, nos vamos a casa que es la hora de comer!
Cuando llegaba el mediodía, la ciudad fulguraba de vida y luz. Los rayos de sol se reflejaban en los caminos y estatuas de mármol, los verdes tejados de las casas resplandecían y la multitud se apiñaba entornos a los canales, las principales plazas y el gran ágora central; núcleo neurálgico de toda la actividad económica y empresarial de la ciudad.

sábado, 5 de mayo de 2012

Mi primer día como bloguero...

Mi primer día como bloguero...


Bueno, pues dicen que hay una primera vez para todo en esta vida. Pues hoy me toca estrenarme como bloguero, compartiendo con los demás mis ilusiones e inquietudes, demostrando en la medida de lo posible que las palabras nos pueden llevar a entender diferentes puntos de vista y culturas, enriquecernos y ¿por qué no decirlo? pasar un buen rato escribiendo y leyendo lo que los demás tienen que decir ;)